Cuando Oscar Wilde visitó los Estados Unidos por primera vez en el siglo XIX un gran número de admiradores de su producción teatral, novelística y poética fue a recibirlo en las banquinas del puerto de Nueva York. En medio de la multitud había un grupo de empresarios norteamericanos. Luego de los saludos de rigor el vocero del grupo invitó al escritor a pasar a una oficina cercana al puerto con la idea de mostrarle algo nuevo y sorprendente. Wilde fue con ellos hasta el lugar y una vez ahí señalaron satisfechos una caja de madera empotrada en la pared con sostenes de metal en la parte superior sobre los que había un tubo, una manivela sobre el lado derecho de la caja y una circunferencia de metal, en el centro, con números romanos del cero al nueve. Los anfitriones levantaron el tubo, se lo pusieron a Wilde en el oído, dieron vuelta la manivela, discaron números y le dijeron al autor que el maravilloso invento se llamaba teléfono. Un empresario se dirigió sonriente al invitado y habló. Con este aparato -ejemplificó- usted puede hablar con Boston en menos de un minuto y medio. Wilde, desconcertado, miró al hombre y le dijo: -Entiendo señor, ¿pero hablar de qué?
L.
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