Las cosas se descubren a través de los recuerdos que tenemos de ellas, o, dicho de otro modo, las cosas no son como las vemos sino como las recordamos. Esta idea clásicamente pavesiana tiene consecuencias aún más potentes que su mera enunciación. Si algo nos conmueve es porque ya lo había hecho anteriormente en la infancia, la adolescencia o aún después. Conocer es en esencia reconocer. Si algo hizo impacto en nosotros se debe a que la supuesta novedad o actualidad de lo experimentado removió algo oscuro dentro nuestro. Es como si lo nuevo despertara de pronto materiales que existían en estado latente y primario. Los viajes, ha ironizado con razón Fernando Pessoa, pueden ser definidos como el tedio de lo eterno nuevo. Lo nuevo no pierde ese carácter si no remueve, a la manera de una obstinada cuchara, el fondo denso y olvidado de la olla interior. El viaje por sí mismo no cumple función alguna. Por esa razón los turistas inicialmente entusiastas olvidan rápidamente el nombre de las ciudades recorridas, de los museos, de los ríos, de las comidas y hasta de los amores circunstanciales. Porque nada de eso ha removido nada. Y ahí viene un postulado clave, también pavesiano, que se desprende de lo dicho. La riqueza de una obra, también la de una generación, siempre está dada por la cantidad de pasado que contiene. No por su carácter innovador y contemporáneo sino por su condición de materia conocida y redescubierta.
L.
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