La ropa separa definitivamente al hombre del reino animal. Sólo el hombre está desnudo cuando se lo propone. La exhibición puede ser rutinaria o incitante. Pero raramente traspasará los límites de lo real desvanecido. A unos centímetros todos los cuerpos son iguales. Y si la distancia es aún menor el observador verá diluirse el conjunto en una serie informe de líneas que poco a poco se irán callando hasta casi desaparecer. En algunos cuadros que abordan el desnudo artístico vemos hombros, pechos, muslos, pies, montículos, hoyuelos y nos maravillamos con la suavidad y la contagiosa tibieza. Sin embargo todo ha sido velado. Todo, por más íntimo que resulte, está oculto detrás de un velo porque la figura humana se esconde eternamente. Basta pensar en los desnudos de Renoir que producen algo sorprendente. Las mujeres que presenta nunca están desnudas aunque lo estén en apariencia. Ellas mismas y todo lo que las rodea está cubierto por el acto de la pintura. Renoir pintó centenares de desnudos que son los menos evidentes y los más castos del arte europeo. A mí, dijo el pintor alguna vez, me gustan las pinturas que, si tratan de paisajes, invitan a dar un paseo por ellos. Y si son figuras de mujeres invitan a tocar sus pechos (tetas, especificó el artista) o su espalda. El sueño de la piel es inquietante. Y el desnudo calla aún en su mayor poder de impacto. A contramano de esta realidad la actual industria del sexo habilita el alquiler y venta de imágenes del cuerpo de hombres y mujeres sin ropas. La pornografía ha perdido su antiguo poder transgresor y político para convertirse en una rama singularmente perversa de la publicidad. Lo que antes pudo verse como sana subversión de valores litúrgicos y prohibiciones arcaicas no es más que una nueva variante del capitalismo salvaje. La Modernidad desacraliza el cuerpo hasta aniquilarlo.
L.
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