Demoré en descubrir que el viento nacía de su cuerpo. El verano había matado en mí toda esperanza. Ya me habían advertido que no hay brisa en Playa Invierno. Los recuerdos son un puente que se hunde cada vez que lo cruzamos. No hay brisa ni perfumes ni sueños. Lo que vimos al llegar confirmó los rumores. Calles de tierra, un surtidor de nafta abandonado y los infaltables barquitos en la arena: uno había sido bautizado así es mi destino. Mi destino viaja en botes de madera balsa. Atrás se veía un pescador con gorro de paja entretejida. Lo sujetaba con la mano como si se fuera a volar. ¿Acaso no sabía que el viento es un cuento más en la caleta? La mujer y yo caminamos sin hablar bajo un sol frío. Cuando llegamos a la casa debimos evitar el ataque de un perro mudo y violento. Dejamos el equipaje y abrimos al azar una canilla. Ni una gota. Playa Invierno es así. Nos recostamos sobre unas cuchetas que alguien había dispuesto en el cuarto de dormir. Le advertí a la mujer que yo era un solitario. A continuación traté de besarla pero me detuvo con firmeza. Tendrás que esperar, dictaminó. Salí a caminar aprovechando que el aire estaba quieto. Regresé horas más tarde y allí me esperaba la mujer con una jarra de agua que se volcaba en el polvo. No sé si fue impresión o qué pero un viento fuerte empezó a soplar desde algún lado. Creí que soñaba. Un olor a hembra sudorosa empezó a invadir el caserío. Demoré en descubrir que la ventolina emanaba del cuerpo ya desnudo y no de la costa brava. Permanecí tenso. No me sorprendió escuchar la voz de la mujer invitándome (ahora sí) a tomarla. Acepté y pensé: así es mi destino.
L.
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