Cuando Ray Bradbury escribió Farenheit 451 en los años cincuenta del siglo pasado no pudo imaginar un presente tan raro como el de hoy. Los lectores y críticos, en tal caso, habrían pensado que estaba loco. El narrador estadounidense prefiguró un mundo donde la gente caminaría por la calle con unos aparatitos en las orejas (no les dio nombre), describió una época del futuro lejano donde las pantallas de los televisores serían casi tan grandes como una pared, arriesgó que la lectura y la tenencia de libros estaría prohibida y abolida por el cuerpo de bomberos, en fin, muchas cosas que de una u otra manera ya están ocurriendo bajo nuevas y sofisticadas formas. Lo que no pudo anticipar el autor de Remedio para melancólicos es que la gente ya no se miraría a los ojos en las oficinas y transportes públicos. Eso pude comprobarlo yo hace un rato. Mis compañeros de trabajo no se saludan ya entre sí. O están mirando las computadoras grandes o las chiquitas de los celulares. Parecen zombies o drogados. En autos, colectivos, aviones y trenes nadie está donde parece estar. Todos o casi todos tienen aparatitos en las orejas (no hace falta nombrarlos) y miran fíjamente sus teléfonos móviles buscando quién sabe qué. Todos o casi todos sonríen de manera extraña cuando leen mensajes llegados desde otros planetas. Pero están tan solos que dan pena. Después mis alumnos se quejan cuando hablo a favor de la ficción. O cuando les doy a leer cuentos "incomprensibles" de un tal Julio Cortázar. Ellos, o algunos de ellos, sólo encienden velas para el presunto dios del mundo real. Pero se equivocan. ¿Acaso no es una ficción perfecta y absoluta esta loca novela en que vivimos y que Bradbury no se animó a escribir?
L.
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