Dos guerrilleros de camuflado azul vigilan la plaza. Algunos turistas se acercan a ellos, toman fotos y ríen. Empiezo a caminar más rápido por la calle de los anticuarios. El hombre gordo que entrega papelitos señala un graffiti. Chinchillas griegas. Pequeños insectos verdes que presagian la lluvia. Si en Camboya no funcionó acá será un desastre, pienso. Una mujer vestida de negro, que yace frente a la entrada del subte, repite como un eco: será un desastre. Quiero decir algo pero no puedo. Del esfuerzo van cayendo mis dientes. Los recojo no a uno y me los pongo sin pensar en el orden. Algunos quedan flojos pero no soy capaz de abandonarlos sobre el andén. Los guardo en el bolsillo y sigo caminando hacia la finca. Llego en poco tiempo. Veo a mi abuela sentada en la silla de mimbre, a mi padre más joven destapando botellas de cerveza. Mi tío Héctor me pregunta si quiero bailar y le digo que no. Se acerca Giovanni. Él todavía es un niño. Me toma de la mano y me lleva hacia los pastizales. ¿Volveremos a buscar tortugas?, le pregunto horrorizada al notar que mi voz es la de una mujer. Él permanece en silencio. Lo sigo y recuerdo que mis dientes están en el bolsillo. Pienso que así no querrá besarme. Llegamos a un claro, cerca al río. A lo lejos se escucha el sonido de las guitarras y la risa de mi familia. Chinchillas griegas, dice Giovanni, señalando un letrero pintado en una pared blanca. Estoy asustada. Seguro que alguien nos verá. Él se aproxima cada vez más y sonríe. Luego se detiene a una distancia lo suficientemente cercana para no confundir su respiración con el viento. No importa cuanto tiempo pase, le digo. Seguirás siendo un niño.
A.
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