Cuando la saqué del hospital se puso más agresiva que de costumbre. La locura está afuera, dijo en voz baja. Afuera. Pasaban los autos y Georgia llevó sus manos a la cara. Fue un gesto instintivo como cuando se tapaba los ojos o corría pegando saltos de gimnasta en la vereda. Sus hombros no soportaban el mundo: los pasos apurados, las radios, los gritos, la frialdad generalizada. Ella moría de cosas así. Nunca supe bien qué le pasaba. Un día me ofrecí a sacarla de los pabellones donde ni siquiera había cortinas en las duchas. La locura está más allá de las cortinas.
En el parque amenazó arrojarse sobre unas palomas. Ella tenía una demencia infalible que me asustaba y a la vez me atraía. Yo creo que la amaba. Cuando tomaba sol en el patio hacía algo raro con los dedos, como si tejiera en silencio una trama invisible. En el cuarto de internación coleccionaba unos recipientes pequeños, llenos de un líquido transparente. En el centro solía haber una virgen, un paisaje, una sirena. Si uno sacudía el objeto empezaba a caer una especie de nieve en forma de copos ligeros. Georgia tiene el pelo como líneas de crayones dibujados en la frente; usa polleras largas (de vieja) y habla de trenes que van y vienen. Es su tema preferido de conversación. Cuando se hizo de noche, el día que la saqué del hospital, señalé una estrella que -le dije- está situada a diez mil años luz de la tierra. Eso quiere decir que tal vez no exista hoy. Puede haber estallado hasta convertirse en un agujero sin fondo. Estamos viendo el pasado, concluí. ¿Y cómo era yo hace diez mil años?, preguntó Georgia sin dejar de mirar hacia arriba y tejer agujas con los dedos. Cuando el cielo empezó a nublarse traté de hacerle entender que en ese tiempo ni siquiera existíamos. Inesperadamente lloró íntima y secreta. Entonces la abracé como queriendo armar un refugio que la salvara del desastre. La locura está afuera, Georgia. Afuera.
L.
En el parque amenazó arrojarse sobre unas palomas. Ella tenía una demencia infalible que me asustaba y a la vez me atraía. Yo creo que la amaba. Cuando tomaba sol en el patio hacía algo raro con los dedos, como si tejiera en silencio una trama invisible. En el cuarto de internación coleccionaba unos recipientes pequeños, llenos de un líquido transparente. En el centro solía haber una virgen, un paisaje, una sirena. Si uno sacudía el objeto empezaba a caer una especie de nieve en forma de copos ligeros. Georgia tiene el pelo como líneas de crayones dibujados en la frente; usa polleras largas (de vieja) y habla de trenes que van y vienen. Es su tema preferido de conversación. Cuando se hizo de noche, el día que la saqué del hospital, señalé una estrella que -le dije- está situada a diez mil años luz de la tierra. Eso quiere decir que tal vez no exista hoy. Puede haber estallado hasta convertirse en un agujero sin fondo. Estamos viendo el pasado, concluí. ¿Y cómo era yo hace diez mil años?, preguntó Georgia sin dejar de mirar hacia arriba y tejer agujas con los dedos. Cuando el cielo empezó a nublarse traté de hacerle entender que en ese tiempo ni siquiera existíamos. Inesperadamente lloró íntima y secreta. Entonces la abracé como queriendo armar un refugio que la salvara del desastre. La locura está afuera, Georgia. Afuera.
L.
Muy bueno el blog, desde los textos, pasando por las fotos y las música.
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