jueves, 16 de mayo de 2013

Gretel



Esa, la dorada. Parecía más tranquila. Eso creí. La dorada dormía con las patas encogidas, como si tuviera frío. Sus compañeros de jaula, en cambio, mordían el papel periódico y los barrotes desesperadamente. Así que me decidí por la que se parecía más a mi alma. La sacaron, la vacunaron y me la dieron. Gretel, la llamé. O fue mi hermana, ahora que lo pienso, la que le dio ese nombre. Hubo algo en el camino que la transformó. La tranquilidad de Gretel se convirtió en locura. A la semana se intoxicó con un frasco de grafito que encontró en un mueble que solo ella pudo abrir. A los quince días la encontré atrapada por las ramas traicioneras de la planta de curuba. Al mes estuvo a punto de asfixiar con su mandíbula a Mr. Hadock, el loro de mi madre. A mí no me importaba limpiar vómitos, pedirle disculpas a las viejitas que se asustaban con sus ladridos o llevarla al veterinario una y otra vez para que curara las consecuencias de sus raros gustos gastronómicos. Pero mis padres y mis hermanos no pensaban lo mismo. Contraté a una encantadora de perros. Al verla me dio su diagnóstico. Gretel es ansiosa y yo, su dueña, no era vista por ella como la líder de la manada. No me di por vencida. Aprendí a hipnotizarla a punta de galletitas de avena. Y así me habría quedado la vida entera tratando de demostrarle a Gretel que no tenía por qué respetarme, que yo no quería ser líder de nada, y que mientras estuviera a su lado defendería su naturaleza perruna frente a cualquiera que se atreviera a cuestionarla. Pero el mundo es cruel. No soporta a los locos, a los delincuentes y a los perros que simplemente quieren ser perros.  

Andrea

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