Esa, la dorada. Parecía más tranquila. Eso creí. La dorada dormía con las patas encogidas, como si tuviera frío. Sus compañeros de jaula, en cambio, mordían el papel periódico y los barrotes desesperadamente. Así que me decidí por la que se parecía más a mi alma. La sacaron, la vacunaron y me la dieron. Gretel, la llamé. O fue mi hermana, ahora que lo pienso, la que le dio ese nombre. Hubo algo en el camino que la transformó. La tranquilidad de Gretel se convirtió en locura. A la semana se intoxicó con un frasco de grafito que encontró en un mueble que solo ella pudo abrir. A los quince días la encontré atrapada por las ramas traicioneras de la planta de curuba. Al mes estuvo a punto de asfixiar con su mandíbula a Mr. Hadock, el loro de mi madre. A mí no me importaba limpiar vómitos, pedirle disculpas a las viejitas que se asustaban con sus ladridos o llevarla al veterinario una y otra vez para que curara las consecuencias de sus raros gustos gastronómicos. Pero mis padres y mis hermanos no pensaban lo mismo. Contraté a una encantadora de perros. Al verla me dio su diagnóstico. Gretel es ansiosa y yo, su dueña, no era vista por ella como la líder de la manada. No me di por vencida. Aprendí a hipnotizarla a punta de galletitas de avena. Y así me habría quedado la vida entera tratando de demostrarle a Gretel que no tenía por qué respetarme, que yo no quería ser líder de nada, y que mientras estuviera a su lado defendería su naturaleza perruna frente a cualquiera que se atreviera a cuestionarla. Pero el mundo es cruel. No soporta a los locos, a los delincuentes y a los perros que simplemente quieren ser perros.
Andrea
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