Un día mi tía me dijo que por ahí no debía pasar. Que si la puerta estaba cerrada algo querría decir. Es una prohibición, me advirtió. Es una tentación, pensé yo. El misterio fue adquiriendo entidad propia hasta convertirse en un habitante más de la casa desgraciada. De todos mis primos la única obsesionada con entrar ahí era yo. Al resto le atraían otras cosas. El loro que gritaba “viva el partido liberal” o el enorme reloj de péndulo que parecía un ataúd. Ante la duda mi tía nos distraía con juegos, helados y limonada. Yo no podía entender. ¿Acaso no se daban cuenta de que había algo en ese lugar? Siempre que podía me alejaba del grupo, subía las escaleras, caminaba despacito por el pasillo y me escondía detrás de una mesa desde donde podía vigilar la puerta cerrada. Nadie, en todo ese tiempo, entró o salió de la habitación. Todos pasaban de largo como si no existiera. Solo una vez vi a mi abuela observar al vuelo ese lugar y echarse la bendición cual si estuviera frente a un altar. Durante muchos años pudo más la obediencia que las ganas de saber. Hasta que un día decidí entrar. Algo vi. No recuerdo bien qué. Ni siquiera estoy segura de si todo eso ocurrió. Si la habitación existía. Si existía la prohibición. El último recuerdo que tengo de la casa es el sabor de la limonada que mi tía nos ofrecía para ayudarnos a olvidar.
Andrea
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