martes, 7 de mayo de 2013

Hito XXIV



Queríamos llegar al hito XXIV por el intrincado sendero que se inicia en el Parque Nacional y, rodeando el lago Roca, desemboca en la frontera con Chile. Dificultad media, decía un cartel orientador. Y ni media parecía la dificultad dada la tranquilidad que ofrecían esas enormes alfombras de hojas amarillas, reinas posibles de antiguas primaveras, la casi total imposibilidad de perderse entre la montaña y el agua, todo eso que ya conocíamos de memoria. El hito XXIV en sí mismo, al igual que todas las metas, carece de mayor interés. Es una especie de baliza metálica con inscripciones amorosas, o del estilo yo estuve aquí, de caminantes que van hacia allá sin objetivos claros. Ese debe ser el verdadero fin del mundo o, quién sabe, el comienzo más genuino. Avanzábamos a paso firme durante la larga mañana y parte de la tarde; el oleaje del lago y los crujidos pesados de los troncos, el fuerte viento sobre todo, eran las únicas músicas posibles en semejante situación. Las piernas sin embargo empezaron a flaquear. La mente, la de los dos, se precipitó en una zona especialmente oscura. Nos besábamos cada dos o tres metros como si estuviéramos despidiéndonos o encontrándonos por primera vez. Y todo así hasta que nos perdimos en un escarpado y altísimo roquedal que terminó siendo un pequeño adelanto del infierno. Lo que más nos alertó fue toparnos de pronto con un esqueleto humano, huesos muy blancos gracias al aire congelado, depositado como si tal cosa en una piedra plana. Lo demás no tiene mayor interés. Retomamos el camino, llegamos al hito anhelado y nos sentamos a ver el lago sobre un tronco seguramente volteado el mismo día de la aparición del esqueleto. Volvimos en silencio, sin mucho que agregar a la violencia de las cosas. Volvimos a rezar el conocido mantra y, extenuados, alcanzamos el comienzo del fin o, mejor, el fin del difícil comienzo. Porque donde se ponen los pies desaparecen los caminos.
L.

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