Somos rutinarios con Paula. Por lo general nos acostamos temprano, aprovechamos el silencio de los tambores nocturnos y vemos la película que esté más a mano. Paula vestida apenas con remera y yo desnudo como siempre o casi. Nos apretamos luego contra el mundo y vemos películas tristes, otro placer temido y compartido. Poco a poco mezclamos pies, nalgas y angustias y nos entregamos a lo que venga sin esperanzas ni desesperación. Ayer fue el turno de Camila, una película argentina situada en tiempos del rosismo. Un cura valiente y una mujer de la alta sociedad entran en contubernio amoroso y sexual, son perseguidos y finalmente fusilados en nombre de la santa federación y la divisa punzó. Aprovecho esos momentos para acariciar a Paula y frotarla como de paso en las zonas más sensibles, remotas y oscuras. Ella se deja hacer mientras llora sin freno ante los trabajos de amor perdidos y el consabido y trágico final. Apagamos después las luces y Paula sigue llorando y pide que gire el cuerpo hacia la pared. A continuación me abraza por atrás y lo que sigue depende de la velocidad de las balas que acaban, una a una, con las vidas y el amor posible/imposible de Camila y el cura condenados por el tiempo, el dolor, la historia y el destino.
L.
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