Si yo fuera árbol, agua, pez, si no tuviera ideas ni palabras, si solo fuera un ente que no puede pensarse ni hablarse, qué fácil sería todo, sí, demasiado fácil. Si fuera apenas un perro de la playa no tendría angustias, no pensaría en la muerte, no escribiría nombres con el dedo en la tierra mojada, ¿o acaso lo haría sin saberlo con mis patas llenas de arena entre los pelos mugrientos? Bastaría pensar en una escena semejante para descubrir el sentido del absurdo. Olería un pescado en estado de putrefacción, ese que dejó abandonado un desconocido luego de robarlo al mar con un alambre oxidado. Comería eso que para mí sería solamente eso sin siquiera la palabra eso. Entraría de pronto al océano, como lo hacen a veces los perros de la playa, y sentiría el golpe violento de las olas contra la piel de los años. Pero no podría escribir algo como siento el golpe de las olas en el viento o cualquier frase de ese tipo. Escribir no es cosa de perros. Y después de andar la playa bajo diez mil soles, después de acariciar el lomo de la primera perra que cruzara en mi camino, moriría un día sin la palabra muerte entre los labios y ni siquiera sería capaz de pronunciar la palabra médano, hermosa y extraña, el sentido del fin, algo en lugar de la nada que soy y que seremos.
L.
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