Ya estamos en noviembre, dice Paula. Lo dice al pasar y sin relación con nada. Tirada en la cama, sin ropa casi, está viendo Volver al futuro II, una película de los ochenta que acabó por cansarla. Apaga de pronto la tele y calienta agua para tomar café colombiano elaborado en el departamento del Nariño, o sea, el mejor café del mundo. Amadas rutinas de Paula y yo en días desangelados. Estamos en noviembre y ya termina el año. Ahora soy yo el que habla. Ayer nomás era invierno y después primavera y Paula, cómo olvidarlo, había viajado a Cartagena para encontrarse con un ex novio bogotano, un futbolista venido a menos que hace poco se fue a Bulgaria detrás de una mujer sin entender una sola palabra del idioma local. No le fue bien. Esta historia se desvía. Estamos en noviembre. Esa era la idea inicial. El tiempo es veloz y es implacable. A veces, dice Paula mientras se peina hacia atrás, percibo el paso de las horas. Me veo vieja en unos años. Me veo morir. También yo, le digo, mientras escribo en el blog una nueva tontería. También yo siento las horas, los días, los años. Todos moriremos. Para qué insistir en ese punto. No es malo recordar que el tiempo pasa. No para aprovecharlo. No existe cosa más idiota que aprovechar el tiempo. Abrir los ojos sí. Sentir la vida sí. Pensar algo mientras queden fuerzas. Paula entra y sale del baño. Yo sigo escribiendo acá. Ya estamos casi a fin de año. Alguien golpea a la puerta y es diciembre.
L.
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