sábado, 29 de junio de 2013

Perdido en la ciudad


No sé cómo llegué a la situación que paso a describir. No sé cómo fui a parar en pleno centro de la ciudad -cerca del Planetario y del museo Sívori- a una selva entreverada junto a una vía de tren a la que se accedía abriendo un gran portón de hierro oxidado. No sé cómo de pronto empujé el portón y me vi caminando sobre las piedras y entre los durmientes de un tren azul que casi me aplasta de no ser que el conductor tocó una especie de bocina de advertencia y alcancé a correrme a tiempo. No sé cómo seguí adelante en una situación absurda, entre puentes y alambrados inviolables, perdido en la vida y la ciudad. No sé cómo de pronto encontré una especie de pozo con forma de camino por el que me dejé ir hasta caer en un pantano del cual salí en estado de desastre hasta desembocar en una especie de campo de recreo de la Fuerza Aérea o algo parecido. Por fin di con el primer ser humano en toda la recorrida, un hombre gris de mirada extraña, que me orientó hacia el lugar adonde me dirigía atravesando selvas, púas, agua podrida y lágrimas, sí, de desesperación. ¿De qué estaba escapando? ¿Qué estaba buscando exactamente cuando avancé por ese abismo sin retroceder? Recordé, como al pasar, una frase o fragmento de Heráclito de Éfeso que parece explicarlo todo o casi todo. No se puede huir de lo que no desaparece. Repito. No se puede huir de lo que no desaparece.
L.

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