Demasiada belleza me hace mal. No es fácil soportar un oleaje tan alto de hermosura. Sí. Me hace tan mal como la demasiada fealdad. Aburre un poco lo perfecto, lo carente de un mínimo nivel de suciedad. Se extraña al menos una partícula de polvo y desaliento. Mucho es demasiado. No es posible vivir la vida pensada solamente como una catedral. Hace falta una buena mancha y aprovecharla después plásticamente. Eso me enseñó hace tiempo mi maestro de arte. Hablo de Roberto Páez. Murió ya. Me enseñó a pintar cuadros observando el cuerpo de mujeres desnudas. Me enseñó a no ver esos cuerpos como tales sino como una amalgama inaudita de luces y sombras. Me dolían esas formas redondeadas de las muchachas en flor. Y me siguen doliendo todavía. Sólo puedo recordarlas gracias a lo incompleto de ellas, a la curva quebrada en un punto borroso del conjunto. Lo que sobra. Lo que mata. Demasiada belleza me hace mal. Hace falta por lo menos una mancha. Una sola. O quizás dos.
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