La toalla está triste. Poco sol, humedad, gripe constante. Vive en un mundo lleno de peligrosos espejos, metales resbaladizos, losas heladas. Aún así ella mantiene todavía caliente su ilusión (como las damas de antes). Todas las tardes espera el momento en que él (delgado, con un lunar en el muslo izquierdo, bigote tiernamente escaso) entra desnudo. Lo mira, lo admira también, de reojo. Mientras el agua cae y el jabón resbala ella imagina (sentimental al fin) que hay diamantes desgajados y huesos dóciles. Ella jura que se muere. Luego se le prende al cuerpo como una ardilla feroz, se pierde la toalla, se deja, la tocan, estremece, rueda en sus tobillos, se anuda a su sexo, se estrangula. Y cuando sólo le falta un movimiento, la intuición de un vaivén tan sólo, un dedo sobre la nuca solamente, él la deja, la suelta, la cuelga, la deja vieja seca queja muerta. Sólo por esto algunos hombres se condenarán. Otros conocerán la rabia y la belleza.
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