Hoy, bien temprano, me quedé un largo rato observando a Paula cambiarse de ropa frente al espejo. La vi llegar de la ducha con el pelo envuelto por una ridícula toalla. No es que no hubiera visto antes escenas similares pero esta vez me detuve a mirar todo con el mayor detalle. El cuerpo desnudo y mojado aún, luego cubierto apenas con ropa íntima, dos horas para elegir la falda, tres para la blusa y el pullover, cinco para las botas, las medias, los collares, los aros. De pronto Paula habló para sí misma. Tengo que cambiarme el corpiño, dijo o creo que dijo. Alcé la vista y le pregunté por qué. Musitó en voz aspirada algo inaudible. El procedimiento volvió entonces al comienzo. Un corpiño negro y deportivo fue suplantado por otro más clásico, blanco y con puntillas, que al parecer resolvía un problema. Y de nuevo la blusa, la falda, las medias, la bombacha, el pelo, las botas. Se hace tarde, le dije en tono perentorio. Ella no me oía. Hablaba solamente con la chica del espejo. Se miraba y sólo a veces me miraba. Y yo nada tenía que agregar. La escena ocurrió esta mañana bien temprano cuando Paula, por fin, se había reencontrado en el espejo con ella misma o acaso con la otra. Y eso fue todo.
L.
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