A la edad de treinta años Antón Chéjov emprendió un viaje a la isla-presidio de Sajalín. Su objetivo era saber cómo pasaban sus días los deportados, los condenados a sobrevivir con temperaturas cercanas a sesenta grados bajo cero. Sus amigos intentaron disuadirlo. Para ellos se trataba de una aventura loca y descabellada. Por cuenta propia y sin escuchar consejos Chéjov hizo el viaje en 1890. Viajó a Sajalín porque tuvo ganas y se quedó tres meses ahí. Habló con los presos, con los carceleros, con todos los habitantes del lugar. Sus conclusiones al regresar a Moscú fueron atroces. Dijo que encontró a miles de hombres que se pudrían en la nada y sin razón alguna. Habían sido arrojados al infierno sin criterio y sometidos a un régimen especialmente inhumano y cruel. Se trababa de gente que fue obligada a recorrer cientos de kilómetros a través del hielo. Permanecían encadenados y en estado de desastre. Algunos con llagas, sífilis, cáncer, tuberculosis. La culpa, concluyó el autor de La gaviota, no es de los carceleros sino de todos nosotros. Tambien Chéjov se sentía responsable por la situación de los penados. Y no conforme con ello amplío el arco de la culpa a toda la sociedad. "Cada uno de nosotros es responsable por lo que ocurre en Sajalín", escribió. La experiencia del escritor ruso se proyecta al presente. Deberían pensar en ésto los acusadores vocacionales, sobre todo aquellos que sueñan con mundos poblados de cárceles y látigos. Junto a Antón Chéjov se impone insistir una vez más. Cada uno de nosotros es responsable por lo que pasa aquí, allá y en todas partes.
L.
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