La relación que me une a Paula no encuadra en ningún casillero de la sociedad de consumo. El nuestro es un amor improductivo. No fabrica hijos ni empresas ni autos ni viajes ni fiestas de etiqueta con doscientos invitados. Se coloca incluso más allá del sexo, del texto y el plexo. No satisface. No llena. Más bien vacía, duele, angustia. No nos vuelve felices como sería de esperar. El nuestro es un vínculo sin nalgas o con ellas. Con agujeros o sin ellos. Con aceite lubricante o asentado en una plancha seca. La relación que me une a Paula carece de vuelo aunque a veces parezca una exaltación de alas. Nada tenemos que decirnos cuando nos encontramos. Ningún gesto, ninguna palabra, ningún cuento de esos que se usan para dormir a los niños en noches de tormenta. La relación que me une a Paula no fue inscrita en el registro catastral. Está ahí, desnuda como Paula y yo, perseguida por el mundo y cada vez más cercada por las causas y el destino. Valerosos guerreros apuntan a la cama donde Paula y yo nos escondemos a modo de improvisada trinchera. Pero ni una bala da en el blanco. ¿Por qué? Porque Paula y yo somos negros e imbatibles.
L.
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