Me levanto y corro levemente las cortinas. La luz se filtra por la ventana y permite distinguir los restos que dejaron los amigos en la fiesta. Botellas vacías, libros abiertos que nunca se leyeron, cigarrillos mal apagados. Estoy desvestido y confuso como un recién nacido. La luz y el ruido se amortiguan. Ahora c amino entre papeles, cajas y paredes de vidrio. Mareado, como sonámbulo, salgo del cuarto hasta llegar al baño. Giro la canilla y suena por fin la música del agua. El mundo se destruye todos los días a las once de la noche pero renace puntual, a la mañana siguiente, bajo la ducha. No sé qué me deparan los días por venir. Sé que con agua caliente y fantasía no voy a llegar lejos. Para empezar ya es algo. Agua tibia del último amor. Agua fría de la separación. Agua blanda en sutil combate con la piedra dura. Alegría sin adjetivos. Ceremonia de purificación. La ducha me redime y acaricia con manos de mujer. Me contiene. Me devuelve al tiempo después del tiempo. Ahora golpea mi espalda con guantes de lana y vapor. Y las diez mil gotas me dicen al oído, casi en secreto, que tal vez sea la hora. Poco a poco mi mente se aclara. El viento inunda mi cabeza y me recuerda una escena. Lejos de aquí, en una mañana como ésta, me despertó una lluvia. El agua caía borracha y muerta de risa. El ojo del huracán se abrió tan grande como pudo. Y a través de él accedí al lado luminoso de las cosas. Pude ver el perfil de una lavandera. Sus manos se hundían en la ropa desnuda. Bajando velozmente por el muro una enredadera se precipitaba sobre los rincones. Y enseguida brotaron esos hongos que nacen y mueren al instante. Fue después de la lluvia y el llanto. Ya no puedo volver atrás. Voy a dejar que el agua me lleve adonde ella quiera. Voy a quedarme en la ducha todo el tiempo que haga falta.
L.
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