L.
lunes, 19 de mayo de 2014
En una tumba sin nombre
No fue difícil entrar al cementerio Père Lachaise, en París, con esa mujer a la que poco me unía salvo el viaje compartido. Yo, encerrado en la burbuja, buscaba la tumba de Vallejo como si fuera lo único que me importara en la vida. Por qué no nos vamos, dijo Luz sentada en un banco. Vino a salvarme una peruana salida acaso de una cripta. Vino con la llave del museo guardada en el bolsillo pegado a un muslo seguramente aceitoso, con la soledad andando a solas y yo acompañado por Luz o como se llame esa extraña de la que pronto iba a separarme. Y entonces buscar juntos la tumba de Vallejo, los tres en absurda caravana, la peruana sudorosa y joven de Trujillo, y mi mujer a punto de dejar de serlo. Y yo pensando en la llave tan cerca de la entrepierna húmeda, y mi mujer de entonces, sombría Luz, hastiada de la caminata y olfateando, se diría, eso que había nacido y acabado con la peruana en Père Lachaise. Porque no pasó nada ese día con la flor de Trujillo. Ni ese día ni los que siguieron. La llave convertida en falo, Vallejo, la separación, el epitafio memorable. Yo nací un día que Dios estuvo enfermo. Grave.
L.
L.
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