viernes, 18 de noviembre de 2011

El odio

Cuando odiamos a alguien -mucho, poco o demasiado- lo erigimos en un dios, un rey, una figura de máxima importancia. Es casi como si le hiciéramos un homenaje o un honor especial. Es como si lo invitáramos a dormir en nuestra cama. Si el odio disminuye hasta desaparecer, en cambio, el sujeto rechazado pierde toda importancia, se convierte en un ser insignificante, un tonto, alguien que no merece ni un solo segundo de atención. Disuelto el odio la persona detestada adquiere su verdadera dimensión, bien menor a la que imaginábamos. Distinto es el amor, que requiere de su objeto y de un poco, al menos un poco, de fe y aceptación.
L.

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