Para narrarme a mí tendría que narrar a mi abuela Adela, huérfana por culpa de la guerra bipartidista, y a mi abuelo Noé, huérfano por culpa de una partera del Santander. Tendría que narrar a mi padre corriendo con los pies descalzos por las calles del pueblo de su infancia -luego transitaría por esas mismas calles montado en un auto último modelo y quienes lo golpearon de niño le dirían ahora patrón-. Debería entonces narrar a mi madre y su único año de libertad en un convento. Podría –o debería- narrar a mi tío y sus dos muertes. Y a mi tía y su amor homosexual. Para narrarme a mí tendría que explicar por qué mi otro abuelo se quitó dos dientes del frente y por qué cuando vi a mi otra abuela en su ataúd sentí que ya la había visto antes. Sería paso obligado, también, hablar sobre los distintos matrimonios entre primos; los embarazos secretos; la obsesión de mi familia paterna por las uñas de los pies bien cortadas. Es complicado narrarme. Mejor ser escueta. Nací el 30 de mayo de 1983. Soy abogada y poco a poco fui dejando de escribir.
A.
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