Las personas felices son tal vez las más desgraciadas. En eso pensaba mirando fotos inolvidables de Marilyn Monroe y leyendo fragmentos de sus cuadernos personales que acaban de ser publicados en libro. Marilyn era una mujer triste que siempre o casi siempre se mostraba alegre y exultante. Convertida en mito por los mismos que la usaron y derrumbaron ella estaba más sola que nadie. No alcanzaron ni sus tres maridos ni sus muchos y renombrados amantes. Socorro socorro -escribió-. La vida se me acerca. Y sin embargo ella reía tan fuerte y con tanta alegría que lograba engañar al auditorio. Leía novelas de Dostoiesvski y Flaubert. Leía poemas de Whitman. Canto a mí mismo. Si las personas escasamente sensibles e inteligentes tienden a hacer daño a los demás, las personas demasiado sensibles y demasiado inteligentes tienden a hacerse daño a sí mismas, escribió Antonio Tabucchi en el prólogo. Tenía cicatrices que nadie supo ver. Terminó acorralada como tantos por sus tremendas ganas de ser y existir. A sus 36 años Marilyn estaba demasiado cansada y se suicidó con pastillas en la madrugada del 4 al 5 de agosto de 1962 en su casa de Los Ángeles. Era un hogar sencillo, de aire colonial español, con pocos muebles y una inscripción en latín sobre la puerta de entrada. Cursum perficio. Aquí acaba el viaje.
L.
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