Leo sin énfasis notas periodísticas, carteles publicitarios, mails y cosas así. La cantidad de errores y confusiones me confunde. Llego a dudar sobre la utilidad de la escritura. Llego a pensar si no será bueno volver de una vez a los tiempos de las hordas primitivas, unos doscientos mil años atrás, volver a comunicarnos con gritos, gestos, palos, piedras. Prenderle fuego a los libros, como hicieron los nazis o los militares de la última dictadura argentina, y que hablen solamente la picana eléctrica, los mensajes de texto, las ideas sanas y la psicología positiva. Pero al rato me calmo, abro un libro de Felisberto Hernández y otro de Clarice Lispector, y, no sé por qué, lo que antes era un puño crispado en mi alma se ablanda hasta convertirse, insensiblemente, en una flor abierta y perfumada.
L.
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