Fue la expresividad de las manos de Dios y del hombre en La creación de Adán lo primero que despertó mi atención. Por eso, a los 13 años, decidí decorar mi carpeta de religión con una enorme reproducción de esa pintura que, por instinto de supervivencia, no me atreví a mostrar demasiado. Dicen que el ocio es el primer paso al pecado. Y lo confirmé. La clase de religión era tan aburrida que tuve tiempo de sobra para observar con atención el cuadro de Miguel Ángel. Así llegué a ese recóndito espacio donde yacía, aún sin vida, el sexo del hombre. Y así permaneció en mi mente. La curiosidad fue luego enriquecida por la literatura, las películas, una que otra escultura griega. El pene se convirtió para mí en metáfora de lo inalcanzable. Era una promesa no del todo clara de vida y plenitud. Pasados unos cuantos años esa figura habría de surgir, real y palpitante, en una calurosa noche cartagenera. Descubrí que, desnudo, el miembro masculino ostenta una expresividad más contundente que las manos de Dios y del hombre dibujadas en el mural del Vaticano. Lo acaricié entonces con sed atrasada. Con la misma dulzura y tristeza de quien tiene conciencia de muerte.
A.
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