Ayer viajé en taxi y el taxista me contó, ante una pregunta, que ya había trabajado quince horas seguidas. La portera del edificio donde vivo cumple labores durante un mínimo de doce horas diarias. Los albañiles que levantan una nueva torre con pileta y todo frente a mi casa trabajan desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde. El 1° de mayo de 1886 hubo varios muertos en la ciudad estadounidense de Chicago reclamando una jornada laboral de ocho horas. Ese día hubo seis muertos y cincuenta heridos. Pocos días después, en la misma ciudad, otra marcha obrera fue reprimida con un nuevo saldo de muertos y más de doscientos heridos. Los mártires de Chicago, así quedaron en la historia, lucharon para que el taxista con el que hablé ayer trabajara solo ocho horas, para que la portera no ocupara más que ese tiempo, para que los obreros de todos los países ganaran un salario justo en ocho horas de trabajo digno. Por lo visto la historia a veces retrocede. Recuerdo entonces para todos. La vida se debería componer de ocho horas de trabajo, ocho horas de sueño y ocho horas de ocio para tirarse en la cama, no hacer nada, leer, besar, mirar por la ventana cómo se desnuda una vecina o escuchar a Silvia Pérez Cruz interpretar esas canciones que enamoran y entristecen. Mártires de Chicago...Desde aquí les pido perdón.
L.
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