Hoy me liberé de muchas cosas. Abrí el armario de mi habitación y fui sacando prenda por prenda: sacos, camisetas, blusas, pantalones, corpiños, tangas, medias, abrigos. Los puse a todos en línea sobre mi cama. Tengo la horrible tendencia de guardar demasiadas cosas, sencillamente porque me aferro a la materialidad de los recuerdos. Encontré la camiseta azul que tenía puesta cuando perdí la virginidad en un hotel de Cartagena, y la blusa marrón que llevaba el día que me dieron el primer beso profundo, en un bar de Bogotá. Regalar esa ropa implica alejarme de un cuerpo que solo dejó en mi un frío penetrante que aún hoy me recorre las venas cuando estoy triste. Encontré otras prendas. Un saco verde que llevé el día en que alguien me dijo por primera vez que podía escribir, la camiseta de la selección Colombia de la época dorada (cuando le metimos cinco goles a argentina en unas eliminatorias del mundial), unas medias que mi abuela me regaló en Navidad y que siempre creí de buena suerte y el saco negro que me abrigó en el entierro de mi primo. Todo eso ha quedado guardado en una bolsa gigante. Terminarán en el armario de alguien y se impregnarán de los recuerdos de esa nueva persona. Si quiero viajar debo hacerlo ligeramente. Si quiero llegar a la ciudad invisible tengo que invisibilizar mi memoria. No desaparecerá. Sencillamente se resguardará en un lugar que solo visitamos en los sueños.
Andrea
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