Uno llega al mundo para despedirse continuamente de alguien. Todo encuentro, por mejor que sea, encierra una despedida latente. Con el tiempo nos vamos haciendo expertos en adioses. Aprendemos a mover brazos y manos diciendo chau. Aprendemos a llorar y a sacudir pañuelos o flores en el viento. Algunos dicen discursos. Otros van a la iglesia. Y no faltan los que se refugian en todo tipo de drogas para hacer del adiós un momento enajenado, insensible y efímero. Encuentros y despedidas marcan el ritmo de la existencia. Son dos momentos decisivos e inevitables. Su importancia es tan grande que, a veces, nos olvidamos de algo todavía más central y decisivo, es decir, el mientras tanto, el instante que es todos los instantes.
L.
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