Conocí a alguien, disparó Paula sin dejar de andar. Cuando lo dijo observé en el horizonte la aparición de un buque de los que esperan turno para entrar al puerto. Eso –le dije- no tiene que ver con nosotros. Sí tiene, contraatacó ella como si fuera un debate académico sobre teoría de los signos. Los dos permanecimos callados al tiempo que nos concentramos, casi deslumbrados, en la forma singular de un caracol semihundido en la arena. Era uno de esos raros cascarones de nácar que, por falso pudor, nos resistimos a llamar concha. Que tontería. Igual no era momento para chistes y menos de mal gusto. Conocí a alguien, volvió a decir Paula esta vez más seria y sombría. O eso me pareció. Retomamos la caminata sin bajar el ritmo durante media hora. Quién es, le pregunté sin mostrar gran interés. Eso no te incumbe, respondió secamente. Si el dato importa para nosotros claro que me afecta, retruqué. El diálogo lindaba con lo absurdo. Unos metros más allá vimos unas gaviotas disputándose las vísceras de un pejerrey desguasado. Miré el reloj y pensé: habrá que buscar refugio para la noche. Paula se adentró en el mar oscurecido y yo, de espaldas a todo, miré hacia atrás como si recordara.
L.
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