Los expulsados del paraíso no son culpables. Ellos no hicieron nada. Ni siquiera sabían si estaban en el edén o el infierno. No podían diferenciar manzanas de serpientes. Y casi todo les daba lo mismo. Pero ni siquiera la indiferencia ante el mundo impidió que fueran expulsados. En el desierto no hay fuentes ni ángeles ni arpas. Sólo montañas de basura, gente común, y, un poco más allá, una luz en la ventana. Los expulsados del paraíso caminan lento. Son inseguros. No tienen ante quien arrodillarse. Pero, qué raro, no se arrodillan. No pierden la calma. Caminan sin esperanza y sin fe. Pero erguidos.
L.
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