Veo libros en una biblioteca ajena. Son cien, doscientos, diez mil. Muchos libros de una biblioteca ajena. Como es habitual en mí pienso oscuramente. Esos libros cerrados son muertos. Lo son mientras nadie los abra. Pienso en los autores. El tremendo esfuerzo que hicieron al escribirlos. La esperanza enorme que pusieron en la obra. De pronto, como si me sintiera un pequeño dios, resuelvo devolver la vida sólo a tres entre millares. Elijo al azar una antología de poemas de Paul Eluard (eres el agua apartada de los abismos), una novela de Juan Carlos Onetti (ella se dejó besar y abrió la boca) y un ensayo de Albert Camus. Este último está presidido por una frase que voy a dejar acá a modo de prueba y resurrección. No aspires a la vida inmortal. Agota el campo de lo posible. Vuelvo a cerrar los libros y a guardarlos donde estaban. Son lindos. Decoran el ambiente.
L.
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