lunes, 30 de enero de 2012

Tortugas


Giovanni siempre me prometía tortugas. Yo le creía porque no había remedio. Era, además, la única razón que teníamos los dos para salir a cabalgar hacia el río sin levantar sospechas de mis padres. El origen de todos los males eran los mosquitos y el riesgo de que apareciera una culebra que asustara al caballo, tumbara a la niña y obligara al niño a rescatarla, a montarla en su yegua y a pedirle que se aferrara a su cintura. Era necesario llegar pronto, antes de que la creciente alertara a las tortugas y entonces ellas desaparecieran. “Y ya sabe, ya sabe niña, que si las vemos no hay opción distinta a que yo le de un beso”. Así que yo rezaba para que asomara una culebra y la historia terminara mal. Pero nunca se cumplían mis plegarias. Nos sentábamos a la orilla del río mientras que él me explicaba cómo podía identificar a las tortugas. Y luego, cuando notaba que lo único que hacía era mirarlo, se levantaba y trepaba a un árbol de guayabas para tomar los frutos pequeños y dulces. Los lanzaba y permanecía allá arriba, haciendo ruidos de pájaros. Y yo abajo, comiendo porque daba igual a no comer, pensando que algún día él dejaría de actuar como un niño de 12 años y empezaría a actuar como uno de 13, más maduro y seguro de sí mismo. Cuando el cielo adquiría un tono rosa, Giovanni bajaba y me daba una orden. “Es hora de regresar, niña, porque su papá puede estar preocupado. En otra ocasión será”. Ya me había acostumbrado a su tono amargo al terminar la jornada. Por eso no le respondía. Me levantaba, montaba en el caballo sin su ayuda y salía al trote. Pero el camino era largo y daba miedo. Empezaba a frenar al animal poco a poco hasta sentir la presencia de Giovanni como la de Tánatos, con su batir de alas, la espada sujeta al cinturón y la intención, quizás, de liberarme del tedio. Al llegar a la estancia yo le daba las gracias, le ofrecía mi mano y él la tomaba con delicadeza. Nos mirábamos a los ojos, los de él grandes y negros, los míos pequeños y cafés, para luego decir que sí, que la mala suerte llegará un día en la forma de un beso sin creciente. Finalmente, una mañana, antes de salir a nuestra expedición, él me regaló una mariposa de alas rojas y azules, atrapada en un frasco de mermelada. Reconocí la traición. Tomé el frasco, lo abrí y dejé que la mariposa volara hacia el río. Ahí seguramente estarían las tortugas esperando el mensaje. La boca de la niña aún era virgen y lo sería hasta tanto ellas se resistieran a aparecer.
Andrea

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