Va a llover, ya está lloviendo, las gotas se destrozan con placer en el mosaico. Debo tener ocho años, a lo sumo diez. Descalzo, casi brutal, empiezo a pegar saltos de indígena australiano. Sólo me faltan los tatuajes en la espalda y los tambores que llaman a la guerra. La guerra es un ruido muy lejano. Derivo por el patio hasta desembocar en el jardín. También la tortuga ha salido a corretear bajo la lluvia. Todavía el perro no tragó su cabeza. Todavía no murió mi padre. Y mi hermana (todavía) no se volvió loca. Adán y Eva no fueron expulsados. Mis hijos no nacieron. No conocí a esa mujer que luego olvidaría. No voy a llorar. Salto en alto, salto con los pies, triple salto mortal. Soy un maorí desacatado y sin moral. Me bajo el cierre del pantalón, orino contra el ligustro, aplasto con los pies unos cuantos caracoles, imito el gesto escurridizo de la iguana. Mamá, desde la puerta, agita sus brazos y me llama. Para que no me vea trepo al naranjo del fondo. Porque en el fondo todos somos buenos.
L.
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