martes, 14 de febrero de 2012

Pequeña flor

La tentación de dejar todo y largarme, la debilidad de ceder a la debilidad y no hacer nada, no hacer más nada, no escribir una sola línea más, desaparecer. La seductora idea de viajar, conocer nuevos lugares, nueva gente, suponer que algo de todo eso va a salvarme, sí, eso que todos piensan secretamente, un día, una noche, hacer la valija o las maletas, poner dos o tres cosas y escapar hacia un mundo ilimitado. Esa cosa de esconderse de los otros, convertirme en voyeur, disfrutar con la vida de los otros, la muerte ajena, la mala suerte de los demás. Alcanzar el grado cero de existencia y gozar de manera anónima y casi masturbatoria. Huir del dolor. Abrazar el placer. Cerrar los ojos bien fuerte y esperar que suene la campanada número doce. El palacio. Esa divina tentación de no hacerse cargo de nada. Y la terrible luz del rayo, iluminándome, ahora, desnudo y encorvado frente a todo el mundo, por delante y por detrás, sin haber salvado del desastre ni siquiera a una pequeña flor del mundo.
L.

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