domingo, 13 de enero de 2013
Un hermoso verano
Nos gustaba sobre todo la tibieza del domingo. Esa especie de calma encubierta. La tensión muda. Estábamos en el río echados como lagartos sobre la arena caliente. De lejos se veían las mujeres riéndose como si estuvieran locas. Por momentos parecía que nos miraban de reojo. Y de cerca los botes de paseo, algunos pescadores con sombrero, cosas difíciles de describir o recordar. Fue entonces cuando se nos ocurrió meternos al agua con la esperanza de ver de cerca a alguna de esas locas que no paraban de reírse. Como sin querer contemplábamos los cuerpos inalcanzables. Éramos demasiado chicos entonces. Mauro, el más alto, fue el primero en meterse. No había olas. El agua parecía una sábana estirada sobre una cama. Lo vimos nadar en dirección a una joven que hacía la plancha a pocos metros de la costa. Los vimos hablar, de pronto, como si se conocieran de toda la vida. También nosotros nos reíamos de la situación. Después los vimos alejarse de la mano e imaginamos cualquier cosa. Mauro y la chica entrando a un hotel o besándose en el muelle. Cosas así. Y nosotros como idiotas tomando la última de diez botellas de cerveza negra. Con todo fue un hermoso verano. Quizás el mejor. Lo de Mauro no se concretó. Lo vimos venir a paso lento por la escollera. Nadie le preguntó nada porque no hacía falta. ¿Y si vamos al puerto? La pregunta la hizo Pablo y nos sorprendió porque jamás hablaba. Y fuimos al puerto, claro. Pero en ningún momento dejamos de pensar en las muchachas que eran el botín más preciado del verano que, muy pronto, acabaría para siempre.
L.
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