Boedo, el barrio donde vivo y muero, es un lugar auténtico, quiero decir, no es apto para buscadores de lo típico. Hay un poco de tango y eso pero no for export. Igual todo este introito no tiene nada que ver. Quería decir apenas que descubrí en Boedo a cuatro habitantes de la ex Unión Soviética. Natalia, proveniente de la república lejana de Kasajstán, atiende un lavadero y maxiquiosco alquilado. Su formación académica es notable. Podría, si quisiera y pudiera, ser ministra de Economía en cualquier país. Estuvo a cargo de tareas de alto riesgo y responsabilidad, por ejemplo, en Angola. Y en su ciudad natal fue directora del sector administrativo de la universidad local. Pero Natalia, hoy, trabaja en un lavadero. ¿No es gracioso? En la esquina de mi casa hay un ucraniano de 55 años -gordo, calvo y simpático- que trabajó toda la vida como ingeniero de petróleo en Siberia. Era considerado experto en la región. Hoy, como dice él, es ingeniero cafetero. Vende café y medialunas a los taxistas en la esquina de Venezuela y Castro Barros. No subestimo las tareas de lavar ropa o vender café. Al contrario. Pero cuánto talento desperdiciado. Cuánta estupidez. Aquel país que hace tiempo envió al espacio a Yuri Gagarin, el primer astronauta, terminó convertido en un páramo gobernado por corruptos y asesinos. Tampoco era un paraíso en el pasado. Pero en fin. Lo que quedó de la cultura soviética sobrevive en lavaderos y esquinas de Boedo.
L.
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