Y todo empezó como sí, quiero decir, pocas o ninguna voz, ironías que permitieran al menos sobrevivir al verano. Ella se reía con ganas y se burlaba de mis discursos más solemnes que efectivos. La ciudad vestida de fiesta, la avenida del mar, la música encerrada en cada caracol hallado al puro azar, en la parte de la playa donde la arena se vuelve dura de tan mojada, su entrepierna, poniendo, decía, el caracol en la oreja como si fuera la primera vez porque, claro, todos los amantes creen que hacen lo que hacen por primera vez, pero qué importan, dijimos, el futuro, la cuestión de la edad, los encantadores de serpientes, qué importancia tiene, decíamos acaso sin saber que el mundo no era nuestro sino de los que nunca han dudado, los que buscan y encuentran, los que jamás pensaron en matarse con el gas de la estufa, como nosotros, cuando hablamos del suicidio y yo apenas había mirado tu escote y vos todavía no me habías mostrado la vela roja, esa en la que parecen enredarse dos amantes, y ella se defendía diciendo que no fuera tan rápido, que había que ver, hasta que sacó la botella azul de la heladera y llenó los vasos mientras yo miraba desde el balcón la ciudad costera y, por fin, lo del beso adentro, la bicicleta encadenada abajo y el horror que produce volver una y otra vez sobre la misma historia, sin decir palabras, sin canciones, sin siquiera una sola explicación, y cuando ya se habían jugado todas las partidas y los banales sacrificios del final.
L.

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