La escena más erótica de la literatura mundial no muestra, lo que se dice, nada. Está en Madame Bovary, novela clásica de Flaubert. Son las once de la mañana. Emma, mujer infiel, se cita en una catedral con León, su amante hasta entonces platónico. Insegura y como para estirar las cosas la mujer se suma a una visita guiada observando cuadros, iconos, cruces, molduras y escuchando las minuciosas explicaciones del guía. León no está dispuesto a dilatar los minutos. Con un gesto brusco arrastra a Emma hasta el pórtico, llama a un carruaje, se introduce en él con la mujer y le ordena al cochero que tome cada vez una dirección distinta. Antes de iniciar el absurdo recorrido, que será interminable, los amantes bajan las cortinas. Los caballos casi galopan. Las órdenes al cochero se suceden a los gritos. El lector ignora lo que sucede adentro. Pero lo intuye. Lo adivina. Lo inventa. Lo imagina. A diferencia del discurso explícito de la pornografía el erotismo se realiza en una compleja operación de los sentidos. Por momentos se parece a una planta que se despliega con más vigor y belleza en un agujero escondido, húmedo, oscuro.
L.
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