En los tiempos de militancia revolucionaria mi visión política era, por lo menos, ingenua. Yo creía que el mal estaba situado, geográficamente hablando, en el imperialismo y la oligarquía. También en los militares y en la Iglesia. En los represores en general, o, para resumir todo, en las clases dominantes y el poder. Ahora no pienso exactamente así. Y no lo pienso no porque suponga que el imperialismo y las clases dominantes hayan desaparecido del universo. No desaparecieron. Siguen ahí, como siempre, detentando los podridos poderes del mundo. Pero ahora, observando con atención a mi alrededor, sé algo más. Sé que si pueblos enteros pueden ser masacrados sin consecuencias, si se llevan adelante emprendimientos mineros y de otro tipo que envenenarán por siempre al planeta, o ya lo envenenaron, si la inequidad social se extiende y profundiza, eso es posible gracias a la relajada complicidad de los indiferentes, de los que miran su propio ombligo estén donde estén, de los reyes del egoísmo y la apatía. Estos últimos no están necesariamente ubicados en las bases militares o en los gobiernos. Muchos de ellos son compañeros de trabajo, familiares, amigos de Facebook, gente que sonríe en las fiestas, o para la foto, gente que llora en los velorios y en el cine. Creo incluso que el individualismo dominante es la raíz profunda de todo lo demás. En mis tiempos de militancia no entendí a tiempo algo tan sencillo y evidente. Ahora pienso que el mal no está afuera sino adentro. Dormimos con el enemigo y, a veces, para decirlo con delicadeza, hasta hacemos el amor con él. Y eso no tiene solución.
L.
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