Por casualidad me crucé hace mucho tiempo con un antiguo compañero de escuela y acepté su invitación a cenar. Apenas entré a la casa me di cuenta de que algo andaba mal. La anfitriona había llorado y parecía que mi viejo compañero había bebido. No se tambaleaba, pero parecía encontrarse en ese estado tan desagradable propio de ciertos borrachos. Rechacé el trago que me ofreció y se puso sarcástico. Antes de que nos sentemos a la mesa se puso a ofender, denigrar y ridiculizar a su esposa. Y después de las primeras cucharadas de sopa la trató de sucia ramera. Parecía una mujer sencilla y dulce. Lloró y él la acusó de toda clase de porquerías. En ese momento exacto me puse el saco y me fui en medio de la cena. De aquella escena pasaron diez o quince años. Ayer me lo volví a cruzar. Estaba acompañado por la misma esposa y los dos parecían felices. Descubrí que casi eran vecinos míos. Así que compartimos un taxi y ellos me invitaron a tomar algo en el departamento donde vivían. Todo anduvo bien hasta que, al cabo de diez minutos, mi viejo compañero de escuela le dijo a su esposa por qué no preparaba unos bocaditos de acelga, le preguntó por qué no movía ese culo gordo que tiene y hacía algo útil en la vida. Ella se fue llorando a la cocina y, mientras yo me ponía nuevamente el saco para salir cuanto antes de ahí, él la llamó torpe, sucia, imbécil, puta.
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