En estos días se cumple el 129 aniversario de la muerte de Carlos Marx, dos palabras cuya sola mención genera dolor de estómago en los podridos poderes del mundo. En nombre del combate a las ideas marxistas fueron torturadas y asesinadas millones de personas en casi todos los países. Generaciones enteras ofrendaron sus vidas para cristalizar la utopía de un mundo más justo. Los intentos que se hicieron por llevar la teoría a la práctica terminaron en un gran desastre. El estado obrero y campesino de Lenin acabó convertido primero en una inmensa y feroz burocracia, y luego, como ocurre en las naciones del este europeo, los soviets de ayer se trocaron en los millonarios y las mafias de hoy. Semejante derrumbe entusiasmó a los teóricos del capitalismo triunfante. No sólo decretaron la muerte del sueño libertario sino que se sintieron libres para aniquilar cualquier mínima expresión que tienda a cambiar la vida. La sociedad que preveía Marx está lejos de ser una realidad. Pero su penetración ha sido tran grande que todos, de una manera u otra, somos marxistas. Ese pensamiento ya forma parte de nuestra sangre intelectual y de nuestra sensibilidad moral. No desaparecerá la idea de una comunidad universal en la cual, por obra de la abolición de las clases sociales y el Estado, cese la dominación de los unos sobre los otros. Una sociedad donde la moral de la autoridad y el castigo sea remplazada por la responsabilidad personal. Sería un salto desde el reino de la necesidad al reino de la libertad. De no ser así el mundo se hundirá en una espiral de locura, individualismo y violencia demasiado parecida a la que estamos viviendo. El comunismo sigue esperando en el futuro su incumplida oportunidad.
L.
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