Pasamos la vida tachando palabras, personas, trabajos, proyectos, países, comunidades, perros, gatos, paisajes, bombachas y corpiños. Es fácil tachar. Alcanza un marcador grueso para descartar todas y cada una de las opciones molestas. Se diría que hay un goce erótico en la eliminación. Jacques Lacan, el célebre y estravagante continuador de Freud, también tachaba. Pero su caso es diferente y conviene detenerse en la cuestión. Lacan decía por ejemplo que ni la relación sexual ni el diálogo existen. Llegó a decir, en el colmo de la provocación y para escándalo de las feministas, que la mujer no existe. Pero las tachaduras de Lacan no eran completas como suelen serlo las nuestras. No anulaban. Se limitaban apenas a decir que ninguna cosa es toda la cosa, es decir, la mujer es no toda, el diálogo es no todo, la relación sexual es no toda y así con las demás situaciones. Las tachaduras de Lacan indican la incompletud de la existencia. ¿Habría que deprimirse por eso? De ninguna manera. Las barras de Lacan atacan apenas la idea de absoluto y rescatan lo incompleto para invitar a completarlo. Este objetivo, claro, nunca se realiza totalmente. Pero en el solo y sencillo acto de actuar siguiendo la ley del deseo radica el secreto último de la vida.
L.
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