La noticia de la muerte de Ravi Shankar, virtuoso del sitar, me hizo acordar de una anécdota protagonizada hace años por el músico hindú. Todo estaba listo en un teatro para presenciar uno de sus grandes conciertos. No había en la sala un solo lugar vacío. Se habían vendido todas las entradas. Pasado algún tiempo Shankar, bajo una nube de aplausos, apareció en el escenario y procedió a afinar bien el instrumento. La tarea demoraba y el público empezó a ponerse nervioso. Pasó media hora. Luego una hora. Pero Shankar, sin perder la calma, continuaba la afinación de un instrumento que, como se sabe, tiene de 18 a 26 cuerdas de acero: cuatro para la melodía, tres que proporcionan el acompañamiento armónico y rítmico, y entre once y veinte afinables que vibran por simpatía y que, con su resonancia, añaden cuerpo y textura al sonido. Cuando pasaron ya dos horas media sala se había vaciado. Frente a la boletería una multitud reclamaba la devolución del dinero gastado en las entradas. Dentro del teatro las cosas cambiaron repentinamente. Ravi Shankar alzó la cabeza, miró sonriente la media sala llena y le dijo al público una frase que aún hoy nadie olvida. Ahora que se depuró la sala puedo empezar a tocar. El concierto, claro, fue inolvidable.
L.
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