martes, 3 de enero de 2012

Aguas calientes

La habíamos pasado tan bien en Aguas Calientes que todavía no puedo creerlo. Tampoco se trata de creer como si se hablara de una fe secreta. Pero la habíamos pasado muy bien. Era mi primer viaje importante más allá de las fronteras. Con un amigo alemán caminamos lento por la pesada selva que hay hasta las ruinas. Caían del cielo plantas enormes. Parecían distribuirse en hojas y flores. Y todo goteando como si lloviera o, también, como si dios orinara sobre el mundo. No sé por qué me detengo en esos detalles. Cuando llegamos a la olla que da nombre al lugar lo primero que nos asombró fueron los cuerpos de extranjeros y extranjeras completamente desnudos y desnudas. Parece que en Europa eso es normal. Entre risas y gestos obscenos chicos y chicas se sacaban fotos y yo no sabía si subir a las ruinas, objetivo del viaje, o quedarme pegado a los cuerpos desvestidos. Por fin me decidí y subí hasta unas cascadas donde conocí a dos brasileñas que, no lo sabía entonces, cambiarían mi vida. Una de ellas se lavaba los pechos como si tal cosa debajo de la blusa entreabierta. Hacía calor entonces y nadie estaba muerto. Al anochecer, cuando volvimos a Cusco, tomé varias copitas de pisco acholado, entré clandestinamente a iglesias del siglo XVII  y terminé dormido, casi borracho, en una casa antigua donde, a la mañana siguiente, una peruana cantó viejos valses mientras lavaba ropa en una palangana. La pasé realmente bien. Algo, sin embargo, debe haber pasado en el medio. Lo digo porque unos pocos años después, ya en casa y en familia, las aguas calientes se congelaron hasta convertirse en piedras de hielo seco.
L.

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