El tren llegó a la estación cuando nadie lo esperaba. El único pasajero había perdido la ilusión. Primero caminó de un extremo a otro del andén. Luego orinó sin apuro en el oscuro baño del lugar. La estación permanecía desierta y sola. Ni el vendedor de pasajes estaba en su sitio. Una campana muda colgaba del techo. Ocasionalmente el viento la hacía vibrar de una manera muy leve. Las horas pasaban como trenes invisibles. No había mucho que hacer. El pasajero se llevó un palito a la boca, recordó un paseo en barco y hasta evocó los pechos de una mujer que conoció en tiempos remotos. Luego escribió dos o tres líneas en un cuaderno y se durmió profundamente. Minutos después, demasiado tarde para todo, el tren se detuvo en la estación. Llegó, como suele ocurrir, cuando ya nadie lo esperaba.
L.
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