La literatura, al igual que el amor, no es rentable. Cervantes repartió su vida entre su condición de recaudador de impuestos y prisionero en una cárcel de Sevilla. Shakespeare tenía algunas propiedades rurales pero no le alcanzó. Fue entonces cuidador de caballos del público teatral, cadete de la compañía de comedias, actor, figurante, dramaturgo. Todo en cuatro años. Borges escribió La biblioteca de Babel siendo empleado de segunda en una repartición oficial. Faulkner fue despedido de su puesto en el correo porque no repartía las cartas que le entregaban. Kafka se desempeñó como empleado público en un instituto dedicado a los accidentes de trabajo. Conrad y Melville se embarcaron jóvenes y recorrieron los mares del mundo. Conrad llegó a ser capitán pese a que detestaba los viajes. Melville terminó convertido en un insatisfecho inspector de aduanas en Nueva York. Fernando Pessoa, acaso el mayor poeta del siglo XX, sobrevivió gracias a su sueldo como traductor comercial en una oficina de Lisboa. Pero no fue así como todos ellos se ganaron la vida. Se la ganaron, como es sabido, de otro modo.
L.
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