Ofelia, la novia de Hamlet en la clásica tragedia de Shakespeare, recibe en un momento de la obra consejos de su hermano Laertes que está por iniciar un viaje. Laertes le dice a Ofelia que cuide su casto tesoro, o sea, que no lo haga ni en sueños. Le dice algo más. Conviene que te quedes a la zaga del amor y al margen del deseo y sus riesgos. El mejor refugio -añade el hombre por si fuera poco- es el miedo. La joven más prudente es demasiado generosa sólo por el hecho de descubrir su belleza ante la luna. Y el hermanito sigue predicando. A menudo el gusano lastima los retoños de la primavera antes de que los capullos se entreabran. Ten cuidado. Hasta acá lo que dice Laertes antes de viajar. Su hermana le responde con fingida cordialidad. Seguiré tus consejos -le miente- pero confío en que no seas como el mal pastor que mientras nos señala el camino del cielo toma por su cuenta el atajo del placer. Fin de la escena. Así fuimos educados. Y así seguimos. Miedo al deseo, miedo al placer, miedo a mostrarnos ante la luna, miedo al amor en cualquiera de sus formas, miedo al dolor, miedo a la verdad. Y así estamos. Miremos si no hacia Palestina. Miremos sin miedo. Con la mayor atención.
L.
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