martes, 29 de julio de 2014
Una mancha en el mapa
Lo que más asombra, me asombra, de la masacre sin nombre que se ha desatado contra el pueblo palestino es la indiferencia casi total de las buenas almas. Lo que sucede me recuerda en algún punto a un amigo de otros tiempos que un día me dijo que habría que bombardear las villas de Buenos Aires y que de ese modo viviríamos todos felices, es decir, sin delincuentes, sin feos ni sucios ni malos. ¿Quiénes somos todos? La gente de bien, los que disfrutamos de un capuchino en Starbucks, con nuestro nombre dibujado en el vaso ecológico, los santos inocentes de ayer, de hoy y de siempre. Es evidente que la vida o muerte de los palestinos no interesa a nadie. Son apenas una mancha en el mapa, como los villeros, como la gente tóxica. Ni siquiera son humanos. Los niños palestinos seguramente son terroristas. Y si no lo son lo serían si no los mataran ahora a mansalva. El mundo lloró con razón a las víctimas del atentado a las Torres Gemelas. El mundo llora también con razón a los muertos del avión del Malaysia Airlines. El mundo no llora por la Franja de Gaza. La opinión pública no lamentó en su momento el genocidio atómico que cometió Estados Unidos en Hiroshima (6 de agosto de 1945) y, más recientemente, en Irak (un millón y medio de muertos) o en Afganistán. La gente que vive o vivía en esos países es rara, se viste raro y habla raro. Los palestinos no tiene cultura y muchos de ellos todavía no vieron El rey león. Si alguna vez el mundo reacciona, porque hasta eso es posible, se recordará un tiempo, éste, en que las buenas almas miraron para otro lado mientras dos potencias modernas, Estados Unidos e Israel, acababan para siempre con la vida de una civilización entera. Soy palestino y lo seré siempre.
L.
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