La leyenda sostiene que en el séptimo día bíblico Dios descansó de una tarea descomunal. En los seis días anteriores, hasta el sábado, había creado el mundo sin conciencia de las consecuencias. El domingo, satisfecho con la tarea, se dio el lujo de tirarse en la cama, leer el diario, comer asado, lavar el auto rojo que también había salido de sus sueños. Al atardecer el Creador se ensombreció. No pudo saber por qué. Sintió angustia, algo indefinible, buscó alguien con quién hablar y no lo encontró. Pensó en el sexo, pensó en el mar, hasta miró fútbol por televisión y orinó sobre el ligustro recién inventado. Pero nada. La angustia no se iba. Luego de pensarlo un poco llegó a la conclusión de que también eso, la angustia, había salido de sus manos divinas en los seis días anteriores. Descubrir la causa del problema no tranquilizó a Dios. Pensó en matarse. Pero a último momento descubrió algo en la biblioteca inventada el viernes a la noche. Era un mueble de madera con estantes alargados que en el futuro serviría para colocar unos extraños objetos de papiro o papel. Buscó y finalmente eligió. Antiguo testamento. Cantar de los cantares. Poesía erótica para celebrar un casamiento de hombre y mujer desconocidos. Dios se echó en la hamaca paraguaya creada el martes a las tres. Para qué adelantarme, se dijo. Y, con el libro abierto en las rodillas, se quedó dormido.
L.
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